Al curso siguiente, cuando llegamos el primer día a clase, observamos que el reloj se había parado en las 12.10, solo el minutero hacía un pequeño movimiento, temblaba pero no avanzaba. A partir de ahí siguió con su tiempo congelado y su pila gastada. Había perdido su cubierta de plástico, de tantas veces que se había caído al suelo y las manecillas estaban en contacto con el aire. El tiempo no pasaba para él pero sí para nosotros.
Un lunes a las 8 de la mañana, llegaba puntual como siempre el profesor de lengua castellana. Dejó caer su maletín en la mesa, lo abrió y sacó de dentro una pila, rescató al reloj de lo alto y éste reaunudó su funcionamiento desde las 12.10. El profesor miró su reloj de muñeca y giró el botón del otro hasta que lo puso de nuevo en hora. Solo bastaron cuatro vueltas hacia atrás para hacer como si el tiempo no hubiese pasado entre quién sabe qué día del verano anterior y éste gélido día de febrero. Había algo más. El profesor sacó algo más e su maletín, un rotulador negro, permanente. Cogió el reloj con su mano izquierda y con la otra escribió en la esfera: "Todas hieren, la última mata" "Tempus fugit"
Y colgó de nuevo el reloj en lo alto. Todos leímos al unísono aquellas frases que escribió. No sabíamos de qué hablaba hasta que nos las explicó: Todas (las horas) hieren, la última mata. El tiempo se escapa.
Y tanto que se escapa, el tiempo vuela, vuela muy alto, a veces ni si quiera puedes verlo y te das cuenta cuando ya no puedes volver atrás. Desde aquí te invito a que aproveches el tiempo, que saborees cada hora y que seas consciente de cada minuto que pase.